miércoles, 25 de febrero de 2009

Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2009

"Jesús, después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre" (Mateo 4, 2).

¡Queridos hermanos y hermanas!

Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor ! la oración, el ayuno y la limosna ! para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, "ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos" (Pregón pascual). En mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública. Leemos en el Evangelio: "Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre" (Mt 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley (cfr. Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.

Podemos preguntarnos qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la salvación encontramos en más de una ocasión la invitación a ayunar. Ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura el Señor impone al hombre que se abstenga de consumir el fruto prohibido: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio" (Gn 2, 16-17). Comentando la orden divina, San Basilio observa que "el ayuno ya existía en el paraíso", y "la primera orden en este sentido fue dada a Adán". Por lo tanto, concluye: "El ‘no debes comer' es, pues, la ley del ayuno y de la abstinencia" (cfr. Sermo de jejunio: PG 31, 163, 98). Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo que hizo Esdras antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida, invitando al pueblo reunido a ayunar "para humillarnos ! dijo ! delante de nuestro Dios" (8,21). El Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su protección. Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al llamamiento de Jonás a que se arrepintieran, proclamaron, como testimonio de su sinceridad, un ayuno diciendo: "A ver si Dios se arrepiente y se compadece, se aplaca el ardor de su ira y no perecemos" (3,9). También en esa ocasión Dios vio sus obras y les perdonó.

En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando la actitud de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones que imponía la ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que "ve en lo secreto y te recompensará" (Mt 6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los 40 días pasados en el desierto, que "no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad comer el "alimento verdadero", que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció la orden del Señor de "no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal", con el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su bondad y misericordia.

La práctica del ayuno está muy presente en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 13,3; 14,22; 27,21; 2Co 6,5). También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del "viejo Adán" y abrir en el corazón del creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: "El ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le súplica" (Sermo 43: PL 52, 320, 332).

En nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo. Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes es, en primer lugar, una "terapia" para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios. En la Constitución apostólica Pænitemini de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI identificaba la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no "vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también para los hermanos" (cfr. Cap. I). La Cuaresma podría ser una buena ocasión para retomar las normas contenidas en la citada Constitución apostólica, valorizando el significado auténtico y perenne de esta antigua práctica penitencial, que puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).

La práctica fiel del ayuno contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San Agustín, que conocía bien sus propias inclinaciones negativas y las definía "retorcidísima y enredadísima complicación de nudos" (Confesiones, II, 10.18), en su tratado La utilidad del ayuno, escribía: "Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura" (Sermo 400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios.

Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: "Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (3,17). Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre (cfr. encíclica Deus caritas est, 15). Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos es extraño. Precisamente para mantener viva esta actitud de acogida y atención hacia los hermanos, animo a las parroquias y demás comunidades a intensificar durante la Cuaresma la práctica del ayuno personal y comunitario, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la limosna. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían colectas especiales (cfr. 2Co 8-9; Rm 15, 25-27), y se invitaba a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido (cfr. Didascalia Ap., V, 20,18). También hoy hay que redescubrir esta práctica y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.

Lo que he dicho muestra con gran claridad que el ayuno representa una práctica ascética importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos efectos negativos afectan a toda la personalidad humana. Oportunamente, un antiguo himno litúrgico cuaresmal exhorta: "Utamur ergo parcius, / verbis, cibis et potibus, / somno, iocis et arctius / perstemus in custodia - Usemos de manera más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los juegos, y permanezcamos vigilantes, con mayor atención".

Queridos hermanos y hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno de nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer don total de uno mismo a Dios (cfr. encíclica Veritatis Splendor, 21). Por lo tanto, que en cada familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo. Pienso, especialmente, en un mayor empeño en la oración, en la lectio divina, en el Sacramento de la Reconciliación y en la activa participación en la Eucaristía, sobre todo en la Santa Misa dominical. Con esta disposición interior entremos en el clima penitencial de la Cuaresma. Que nos acompañe la Beata Virgen María, Causa nostræ laetitiæ, y nos sostenga en el esfuerzo por liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado para que se convierta cada vez más en "tabernáculo viviente de Dios". Con este deseo, asegurando mis oraciones para que cada creyente y cada comunidad eclesial recorra un provechoso itinerario cuaresmal, os imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.
BENEDICTUS PP. XVI
CIUDAD DEL VATICANO, martes, 3 de febrero de 2009 (ZENIT.org).-

En la casa de Pedro



Rev. P. Manuel Ant. García


En Cafarnaún, región de gentiles, es proclamado algo impensable. Esto ocurrió cuando Jesús se puso a enseñar en casa de San Pedro, donde solía hospedarse.

En dicha casa Jesús está evangelizando compartiendo la mesa: pronuncia la palabra de perdón con tal autoridad y dirigiéndose al paralítico le dice imperiosamente: Levántate, o lo que es lo mismo: Resucita.

NO SE CONCIBE EN LA ANTIGÜEDAD: alojamiento en casa sin enseñanza de la Palabra, comida y hospitalidad.

Jesucristo encomienda a su Iglesia esta misión suya para que la lleve a cabo a través de los tiempos y en todas las partes. Misión a la que todos hemos sido llamados por el Bautismo en la fuerza permanente de su Espíritu.

La Iglesia ha institucionalizado el perdón en un sacramento, unido a la proclamación del Evangelio, que es la misión primera y esencial. Es que perdón y sanación van de la mano.

La forma actual del perdón, la confesión, con su rito personal y comunitario, requiere de alguna forma conocer y juzgar la disposición del penitente, además de que para recibir el perdón es necesario el perdonar en verdad a los demás.

La Iglesia, ya desde los tiempos de la Carta de Santiago, ha confesado su fe y su esperanza en esta salvación del alma y del cuerpo, al practicar la unción de los enfermos, sacramento que tiene un carácter penitencial y cuyo efecto es el perdón de los pecados y el alivio de la enfermedad.

La Eucaristía que celebramos, es la fiesta de ese perdón de reconciliación en la paz de los hijos de Dios en Jesucristo, cuyo sentido sólo podemos realizar y dar a conocer a los demás con las exigencias del evangelio.

LOS ESPERO EN EL SANTO VÍA CRUCIS, TODOS LOS VIERNES.

Miércoles de Ceniza, inicio de la cuaresma, llamada y bendición de Dios

Mons. Pablo Cedano Cedano

La Iglesia Católica estableció en su calendario litúrgico la celebración de la Santa Cuaresma de modo semejante a como la celebramos hoy, a partir del siglo IV por un período de 40 días que se inicia el Miércoles de Ceniza y concluye el Jueves Santo con la celebración de la Ultima Cena.

La Cuaresma es un tiempo especial en el cual Dios nos llama a una confrontación de vida personal y comunitaria a la luz de su amor que ni se agota ni falla, porque El es fiel a su amor aun cuando nosotros no le correspondamos.

La Iglesia asumió el período de 40 días por ser un número bíblico que nos recuerda los 400 años de esclavitud del pueblo de Israel en Egipto y su liberación de parte de Dios a través de Moisés que cruzó con su pueblo el Mar Rojo y atravesó el desierto, los 40 días de camino de Elías hasta el Monte Horeb y los 40 días de Jesús en el desierto en ayuno y penitencia preparándose para iniciar su misión por todo su país con proyección universal.

Siempre ha sido multitudinaria la asistencia a los templos parroquiales y a las capillas los Miércoles de Ceniza. Como es tradición de la Iglesia, ese día se bendice y se impone la Ceniza en la frente de los feligreses, como inicio de la Cuaresma, con ánimo de vivir el espíritu de este tiempo que con ayuno, revisión sobre nuestro modo de vivir la fe y el compromiso como cristiano, pedir perdón por los mandamientos quebrantados y renovar nuestro amor a Dios y al prójimo para celebrar con gozos la resurrección del señor en la Vigilia Pascual y todos los días de nuestra vida.

La Ceniza que utilizamos es extraída de los ramos de palmas del Domingo de Ramos del año anterior que se queman el día precedente a la celebración. Al imponerla en la frente de cada bautizado le decimos al mismo tiempo: Conviértete y cree en el evangelio.

El sentido de la Ceniza
es que, así como se destruyen los ramos de palma al quemarlos y se convierten en Ceniza que acaba desapareciendo, así han de destruirse nuestros pecados que desaparecen por el arrepentimiento, el perdón y entrega del pecador, que se pone al servicio de Dios.

Los católicos no celebramos la Cuaresma como cuaresma en sí, sino como preparación espiritual que nos permite participar santamente en la gran fiesta de la pascua de resurrección de Jesucristo como la mayor prueba de que El es el Hijo de Dios que vino a traernos un mensaje de Amor y de Salvación.

En este sentido, nos preparamos practicando la caridad, ayunando, participando en los retiros, vía crucis, rezando el rosario, confesando y comulgando, privándose de comer carne el miércoles de ceniza, los viernes de cuaresma y el Viernes Santo.

Es importante aprovechar este tiempo de gracia y bendición recordando este mensaje de Jesús “estén preparados, pues no saben el día ni la hora en que se le tocará a la puerta”.