viernes, 11 de febrero de 2011

La paz, el fruto más deseado


La Palabra PAZ significa totalidad y expresa una vida plena en todos los aspectos. Puede referirse a la salud del cuerpo, a una larga vida, seguridad, armonía entre los individuos, y en la comunidad; es un don que viene del mismo Dios.

Jesús, que vino a fundar el reino de Dios, es llamado en las Sagradas Escrituras, “El Príncipe de la Paz” (Isaías 9,5); Él nos ha traído la paz; predicó la buena nueva de la paz; y con su muerte y Resurrección ofreció la paz a todos los hombres.

La paz es individual y comunitaria y nos involucra a todos. Jesús dijo a sus discípulos en la última noche que pasó con ellos: “les dejo mi paz, les doy mi paz; mi paz no es como la da el mundo, sino como la da Dios” (Juan, 14,27).

Dios, fuente de paz, es amor, y la paz a su vez, es fruto del amor; sin amor no es posible la paz y el amor que lo puede todo, hace la paz.

Todo ser humano desea y necesita la paz, como rezamos en el Salmo 84: “la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan”. La paz tiene como base la justicia, la fraternidad y sobre todo la gracia de Dios.

Aunque la paz es un regalo de Dios al hombre, el hombre debe cultivarla con Dios, consigo mismo y con su medio ambiente exterior que le rodea.

El Papa Pablo VI en su encíclica “Pacem In Terra” (Paz en la Tierra), nos enseña cuatro requisitos para que reine la paz:

  • Cuidar el orden establecido por Dios, apoyado en la verdad, la justicia y la caridad.
  • La Paz encuentra su plenitud en Jesús.
  • La oración es el arma más poderosa para alcanzarla y mantenerla.
  • Supone un auténtico cambio de vida en Jesús.

La paz es un tesoro. Cultívala en ti, en tu familia y donde quiera que estés. Las personas de paz transmiten paz. Si en algún momento te faltara la paz, búscala y mientras tanto no se la quites a los demás.

miércoles, 2 de febrero de 2011

EL PRECEPTO DOMINICAL


Desde el tiempo de los Apóstoles los cristianos han sentido la necesidad de reunirse en asamblea cada domingo, para escuchar la palabra de Dios y nutrirse del alimento divino que da la vida eterna: La comunión.

La obligatoriedad de asistir a la Misa cada domingo, surge a partir del siglo VI, cuando algunos cristianos empezaron a descuidar esta sagrada costumbre. El Código de derecho canónico de la Iglesia expresa en el No. 1246:

“El domingo, en que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto. Igualmente, sigue señalando, deben observarse los días de Navidad, Epifanía, Ascensión, Corpus Christi, Santa María Madre de Dios, San José, y otras fiestas”.

Y en el No. 1247: “El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen la obligación de participar en la Misa: y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que les impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor, o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo”.

Sin embargo, cuado las circunstancias nos lo impiden, podemos quedar dispensados de cumplir con este precepto, pues Dios es comprensivo y, aunque nos exige, lo hace por nuestro bien, y nunca nos atosiga.

Cuando una persona por enfermedad, distancia invencible, viajes, y otros motivos especiales que por más que usted quiera no le es posible participar de la Misa en días de precepto, la persona queda dispensada sin necesidad de confesarlo como falta; en su lugar podrá seguir la Misa por la radio o la televisión, o buscar un tiempo para ponerse en la presencia de Dios y orar.

Por supuesto, no nos engañemos a nosotros mismos buscando razones falsas por pereza u otras razones no valederas. Nuestra propia conciencia cristiana nos lo dirá en cada ocasión.

El precepto es de participar en la misa entera, o sea, desde la entrada del sacerdote con el canto del coro hasta la bendición final. Quienes se descuidan y llegan tarde, sin una gran razón justificada, están faltando al precepto y perdiéndose las bendiciones de una parte muy importantes de la Eucaristía.






LA MENTIRA PIADOSA NO SE JUSTIFICA



Entre la mentira y la verdad, la primera rebaja, la segunda eleva. La verdad viene de Dios, la mentira es engendro del maligno. Los que usan la mentira lo hacen para quedar bien, pero la mejor manera de quedar mal es mentir, ya que el primero engañado es el que miente porque cree que ha quedado bien, cuando realmente ha quedado mal.

La mentira está prohibida en el octavo Mandamiento: No mentirás ni levantarás falso testimonio (Ex. 20,16). El Apóstol Pablo exhorta: No se mientan los unos a los otros (cf Colosenses 3,9). Dice además, desechen toda mentira, digan la verdad cada uno a su prójimo (cf Efesios 4,25). Y San Juan enseña que el diablo es mentiroso y padre de la mentira (cf Juan 8,44). Y en Apocalipsis dice: “Afuera todo el que ama y obra la mentira” (cf Apocalipsis 22,15).

El Catecismo de la Iglesia Católica en el número 2464 nos enseña: “El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo de ser testigo de Dios, que es y que quiere la Verdad. Las ofensas a la verdad expresan mediante palabras o acciones, un rechazo a comprometerse con la rectitud moral: son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza”.

El Catecismo afirma en otra página: “La mentira es la ofensa más directa contra la verdad”. “La mentira se vuelve calumnia cuando se daña gravemente la reputación de la otra persona lo cual es condenable por la ley civil y la ley moral, va contra la justicia y la verdad y entraña el deber de reparación, auque su autor haya sido perdonado” (ver Catecismo números 2465- 2486…).

Y San Agustín dice: “La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar”.

¿Quién no habrá mentido? Pero hay muchas personas que han llegado al vicio de la mentira usándola como un recurso de defensa en cualquier ocasión sin darle importancia a sus consecuencias. No vale decir que son “mentiras piadosas”, o que no hacen daño a nadie. El primer daño se lo hace el mismo que miente, pues carga su conciencia que luego le reclama. La regla de oro es que nunca se mienta, pues es un mandamiento de Dios, que no admite acomodación.

El mentiroso se perjudica a sí mismo, se hace perder la confianza, se acarrea distanciamiento de los demás, y mutila el valor de su sinceridad y de su buena fama. La mentira molesta tanto que ha llevado al descrédito de los que hacen promesas por demagogia y después no las cumplen. Como rechazo a la mentira se le ha creado el adagio: “es mejor vivir junto a un ladrón que junto a un mentiroso”.